El 15 de febrero se hace a la mar la débil fragata Orúe, dejando atras el puerto ecuatoriano de Guayaquil. El volcán Cotopaxi, tierra adentro, esta en plena erupcion. Adelante, el gran océano se extiende hacia el infinito.
Desviándose en su curso muy al oeste, por errores de sus cartas de navegación y también debido a una tormenta, al fin la fragata tuerce la proa, mas o menos a los 16° 50’ de latitud norte, y enfila a tierra mexicana, a la que llega el 20 de marzo.
La aparición del barquito en la bahía soberbia por la que se cuela, al principio no llama la atención de ninguno de los cuatro mil negros y mestizos que habitan el pueblo inmediato, hasta que varios señalan alborozados su extraña carga compuesta por telescopios, teodolitos, sextantes, colecciones de minerales y de plantas, animales disecados, huesos de mastodonte, pieles, raras aves enjauladas. . .
Al frente de ese bagaje de tesoros científicos, un circunspecto alemán de 33 anos, con noble rostro de rasgos finos y enérgicos a la vez; un rotundo trances de 30, alto y vigoroso; y un ecuatoriano de 23, de ojos vivaces, contemplan al puerto que “forma una inmensa concha cortada entre peñascos”, segun escribiría el primero. Agregara:
“Pocos sitios he visto en ambos hemisferios que presenten un aspecto mas salvaje, y aun diré mas imponentemente lúgubre y romántico”. (Lo recordara siempre).
Día caliente, luminoso; cielo limpio, mar azul y en calma. Al fondo, las verdes montanas. Aborda la fragata un delegado del virrey Iturrigaray: “¿Su excelencia, don Federico Enrique Alejandro, barón de Humboldt?”, inquiere. El aleman asiente sonriendo y presenta a sus compañeros: Aimé Bonpland, doctor en medicina y botánico por afición (estará preso nueve anos en Paraguay y morirá en Argentina, en 1858), y Carlos Montufar (en 1810, luchando por la independencia de su patria, organizara la Junta Superior de Gobierno, pero al cabo de tres meses los españoles reaccionaran fusilando a Montufar y quemando su corazon en la plaza de Quito). Invitándolos a desembarcar, el enviado oficial exclama: “Señores, sean ustedes bienvenidos a Acapulco”. Es el ano de 1803.
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